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Los 28 puntos de Trump, la diplomacia del imperio en retirada

Los 28 puntos de Trump, la diplomacia del imperio en retirada
Photo by Stijn Swinnen / Unsplash

La publicación de los llamados 28 puntos de Trump sobre la guerra en Ucrania fue recibida en Europa con una mezcla de escándalo, nerviosismo, desconcierto. Escándalo, porque una parte importante del stablishment (y de la izquierda) no acepta otra salida que la derrota completa de Rusia. Nerviosismo, porque la arquitectura estratégica construida desde 2022 se encuentra exhausta. Desconcierto, porque el documento no es un plan: es una excusa. Una excusa para evitar nombrar la palabra que ningún imperio admite con facilidad: derrota.

Desde hace meses, la guerra ha entrado en una fase donde Rusia recuperó la iniciativa, consolidó posiciones y obligó a Estados Unidos y la Unión Europea a administrar crecientes costos políticos. El gobierno ucraniano oscila entre la desorientación y la desbandada silenciosa. Y Estados Unidos ya no puede sostener la narrativa heroica de la “defensa de la democracia” mientras su propio electorado rechaza financiar un conflicto sin horizonte. En este escenario –y no en otro– aparecen los 28 puntos de Trump: como un intento desesperado de interponer una negociación antes de que la realidad militar imponga sus propios términos.

El documento, en su textura real, expresa miedo más que fortaleza. Miedo a una ruptura súbita del régimen ucraniano que deje al descubierto el fracaso del experimento neocolonial montado desde 2014. Miedo a que la continuidad de la guerra precipite una victoria rusa demasiado visible. Miedo a que Europa, obligada a militarizarse bajo supervisión estadounidense, profundice su fractura interna. Y miedo, sobre todo, a que el conflicto ucraniano siga drenando recursos que la fracción dominante del capital estadounidense quiere redirigir hacia el verdadero teatro estratégico: China.

Esto explica por qué es ridícula la idea de un supuesto “tándem Trump-Putin”. Trump no es prorruso: es portavoz de una fracción imperial que considera que Europa debe financiar su propia estabilidad o aceptar su subordinación explícita. Para esa fracción, la guerra en Ucrania es un agujero negro que desvía fuerzas del objetivo principal: frenar la emergencia china. En su pragmatismo brutal, Trump revela lo que la administración Biden ocultó bajo toneladas de propaganda moral: la guerra no se libró por altruismo, sino para mantener la hegemonía estadounidense en Eurasia (y poco puede importarle menos al imperialismo norteamericano-europeo que la suerte del pueblo ucraniano).

Pero lo más importante del documento no está en su retórica, sino en lo que insinúa sin nombrarlo: un nuevo acuerdo de congelamiento.

El fantasma de un Minsk-3.

Un alto el fuego supervisado, una línea de contacto estabilizada, un mecanismo tecnocrático de verificación internacional, una fórmula ambigua para las regiones ocupadas, y un conjunto de garantías lo suficientemente vagas para que cada parte las venda como un triunfo parcial. Washington y Bruselas jamás admitirán ese nombre –sería reconocer que regresan al esquema que sabotearon durante ocho años–, pero eso es exactamente lo que buscan: un mecanismo que les permita congelar una guerra que ya no pueden sostener, sin reconocer la asimetría militar que los obliga a hacerlo (y digámoslo francamente, el plan no ofrece a Rusia nada que esta no este en condiciones de obtener de forma militar, algo que cualquiera que siga la guerra y no solo la propaganda sabe).

Este “Minsk-3” implícito no expresa creatividad diplomática: expresa incapacidad estratégica. El imperialismo occidental necesita una tregua que detenga el deterioro ucraniano antes de que la situación se vuelva irreversible (y esto es lo que piden tanto Ucrania como Europa desde hace meses). Pero, como ocurre con todo intento tardío de congelar un conflicto, el problema es que la iniciativa ya no les pertenece. Minsk-1 y Minsk-2 funcionaron precariamente porque las partes creían que el statu quo era preferible a la continuidad de los combates (y explotaron porque ninguna de las partes tenía la intención de implementarlos). Hoy, quien tiene razones para seguir avanzando no es el bloque occidental. Por eso los 28 puntos suenan a tregua unilateral disfrazada de plan de paz.

En lenguaje marxista, lo que el documento confirma es la naturaleza proxy del conflicto y esto no niega la defensa nacional que lleva adelante, con enorme sacrificio, Ucrania, pero expone claramente el contexto en el que esta defensa se desenvuelve. Ucrania fue el instrumento de una estrategia de cerco que buscaba reconfigurar el equilibrio del sistema imperial en Europa. Y ahora que esa estrategia fracasó, el mismo imperialismo intenta administrar la retirada sin admitir su responsabilidad. El discurso moral de la “defensa de la democracia” se evapora en cuanto la correlación de fuerzas deja de acompañarlo. Los 28 puntos son la confesión involuntaria de que los principios invocados durante dos años fueron simples recursos propagandísticos.

Para Europa, la lección es amarga. Durante meses se repitió que apoyar la guerra era un deber ético, una defensa de la libertad, un acto de solidaridad. Hoy aparece la factura real: militarización acelerada, austeridad programada y subordinación estratégica. Y al final del camino, la posibilidad de un acuerdo impuesto no por convicción democrática, sino por agotamiento imperial. La clase trabajadora europea, que ya paga los costos de la inflación, del rearme y de la crisis energética, tiene razones materiales para oponerse a esta deriva. No porque simpatice con Rusia, sino porque el militarismo europeo no defiende la democracia (ni en Ucrania ni en ningún lado): defiende los intereses del capital transatlántico.

En este contexto, los 28 puntos son un punto de inflexión. No anuncian la paz: anuncian el fracaso de una estrategia. Son el intento torpe de ocultar el derrumbe de un relato. Y revelan, en negativo, la tarea urgente de la izquierda: romper con el chantaje moral, abandonar la adhesión acrítica a un bloque imperial y reconstruir una posición internacionalista capaz de analizar la guerra desde los intereses de clase, no desde las mitologías geopolíticas.

El fantasma de un Minsk-3 no es la salida del conflicto. Es el nombre pudoroso de la administración de la derrota. Y en ese reconocimiento implícito se abre la grieta por la que puede volver a entrar la política, no la política de los Estados mayores, sino la política de los pueblos que se niegan a pagar el precio de las guerras que no deciden.