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Estrategia 2025: Administrar el declive imperial

Estrategia 2025: Administrar el declive imperial
Photo by Hal Gatewood / Unsplash
Me acosa el carapálida que carga sobre mi,
sobre mi pueblo libre, sobre mi día feliz.
Me acosa con la espuela el sable y el arnés
caballería asesina de antes y después.

Me acosa el carapálida norteño por el sur,
el este, el oeste, por cada latitud.
Me acosa el carapálida que ha dividido el sol
en hora de metralla y hora de dolor.

La tierra me quiere arrebatar,
el agua me quiere arrebatar,
el aire me quiere arrebatar
y sólo fuego,
y sólo fuego voy a dar.
Yo soy mi tierra, mi agua,
mi aire, mi fuego.

Silvio Rodriguez - Me acosa el carapálida

La recientemente publicada Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos para 2025 no es un texto neutro ni un ejercicio doctrinario. Es un documento de Estado. producido por el poder ejecutivo y destinado a orientar al conjunto del aparato imperial: fuerzas armadas, agencias de inteligencia, complejo militar-industrial, capital financiero y aliados subordinados. No describe el mundo: busca intervenir sobre él. Este documento no expresa una voluntad homogénea ni un plan coherente de largo plazo, sino una síntesis inestable de correlaciones de fuerza, disputas internas y límites materiales. Leerlo como programa es un error; leerlo como síntoma histórico permite, en cambio, captar la fase que atraviesa el imperialismo occidental.

El documento se publica en un mundo que ya no puede ser organizado como antes. La hegemonía estadounidense se ha erosionado, el orden liberal se fragmenta y los conflictos se prolongan sin resolución. La Estrategia 2025 no anuncia un nuevo orden mundial: parte del reconocimiento de que ese orden ya no es posible. Pero Estados Unidos no se retira del sistema internacional ni renuncia a su sueño hegemónico; lo que abandona es la ilusión de omnipotencia. Incapaz de imponer un orden estable y universal, conserva sin embargo una capacidad decisiva para bloquear, desgastar y disciplinar. La estrategia ya no apunta a victorias concluyentes, sino a ganar tiempo, externalizar costos y evitar que la crisis de hegemonía se transforme en una pérdida estructural de control.

Del “rey sol” al primus inter pares

Para comprender el alcance de esta mutación conviene retroceder a los documentos de Santa Fe, elaborados a comienzos de los años ochenta como marco de reestructuración de la intervención estadounidense en América Latina, luego proyectados al conjunto del sistema internacional. Santa Fe condensó una fase ofensiva del imperialismo estadounidense. América Latina aparecía allí como retaguardia natural, espacio de control directo y laboratorio de contrainsurgencia. El enemigo estaba claramente identificado: movimientos revolucionarios, gobiernos no alineados, cualquier intento de autonomía política o económica. La hegemonía no se discutía: se imponía. Intervención militar, apoyo a dictaduras, guerra psicológica y ofensiva ideológica formaban parte de una estrategia coherente, sostenida por una superioridad material incuestionada... el punto máximo del pensamiento neoconservador. Ese mundo ya no existe.

Los documentos de Santa Fe pertenecen a una fase histórica en la que Estados Unidos podía ejercer su dominación como “rey sol” del sistema internacional: centro indiscutido, productor de reglas y árbitro último de los conflictos. Pero esa dominación no se expresó solo a través de la coerción abierta. Entre Santa Fe y la Estrategia 2025 se inscribe otra fase decisiva: la del llamado Consenso de Washington. Allí donde Santa Fe expresaba la contrainsurgencia y la intervención directa, el Consenso pretendió organizar el sistema mundial mediante reglas económicas universalizadas: liberalización, privatización, apertura comercial y disciplina fiscal. Fue la forma económica de un imperialismo que todavía podía presentarse como norma general y como promesa —forzada— de integración al mercado mundial.

La crisis del Consenso de Washington no fue solo social o económica; fue estratégica. El agotamiento de la universalización neoliberal marcó el límite de una dominación basada en reglas neoliberales y abrió el paso a una etapa en la que el orden ya no podía sostenerse mediante el consentimiento forzado. La Estrategia 2025 no retoma ese proyecto: lo clausura. Allí donde antes se prometía integración (desigual), hoy se administra fragmentación; donde antes se ofrecían reglas, hoy se imponen sanciones; donde antes se hablaba de mercado, hoy se normaliza la coerción.

La Estrategia 2025 marca así el fin de la ilusión de un orden imperialista estable. Estados Unidos ya no puede gobernar el sistema como soberano absoluto. Su ambición actual no es reinar sin mediaciones, sino conservar la centralidad en un orden que ya no controla plenamente. El pasaje del “rey sol” al primus inter pares no es una renuncia al poder, sino una redefinición defensiva de la dominación.

Este desplazamiento no implica el reconocimiento de una igualdad generalizada entre potencias. El primus inter pares estadounidense se construye a partir de una aceptación implícita —y forzada— de China y, de manera parcial, de Rusia como pares limitados. China es reconocida como potencial par sistémico en el plano económico y tecnológico; Rusia, como par estratégico-militar capaz de negar espacios, aunque no de organizar un orden alternativo. No se trata de legitimación política ni de reconocimiento normativo, sino de admisión material de límites: el reparto del mundo ya no puede hacerse unilateralmente.

Europa, en cambio, no es reconocida como par. Lejos de ello, la Estrategia 2025 confirma su relegamiento a esfera de influencia directa de Estados Unidos. Privada de autonomía estratégica, subordinada militarmente a la OTAN, dependiente en lo energético y disciplinada en lo político, Europa es convertida en amortiguador de la crisis de Estados Unidos. La llamada “latinoamericanización” de Europa no es una metáfora exagerada, sino la descripción de una subordinación estructural asumida y gestionada.

Actuar como primus inter pares no significa aceptar la igualdad ni renunciar a la primacía. Significa reordenar las formas de ejercerla. Estados Unidos no se piensa “a la par” de los demás, sino obligado a administrar un sistema que ya no controla plenamente, preservando los núcleos decisivos del poder imperial: el dólar, el sistema financiero, la capacidad de sanción, la supremacía militar-tecnológica y el poder de veto. No abandona la dominación: la reconfigura.

Leída con atención, la Estrategia 2025 no propone estabilizar el sistema internacional, sino normalizar la competencia permanente. La llamada “competencia entre grandes potencias” no aparece como una etapa transitoria, sino como el estado normal del orden mundial. No se trata de ganar definitivamente esa competencia, sino de impedir que otros —China— la ganen. El objetivo no es la paz, sino el bloqueo de alternativas. Cuando el reparto del mundo ya está hecho, como señalaba Lenin, la competencia no puede resolverse pacíficamente. La guerra —abierta o larvada— deja de ser excepción y se convierte en mecanismo estructural de regulación.

Esta lógica se acompaña de una jerarquización explícita de los conflictos. La Estrategia 2025 reconoce explicitamente que Estados Unidos no puede estar en todas partes. Introduce entonces la noción de prioridades, teatros clave y responsabilidades compartidas. No es prudencia: es jerarquía imperial. Asia-Pacífico y Europa oriental concentran la confrontación directa —esta última como gestión regional—; América Latina queda relegada al control directo; África se convierte en espacio de disputa delegada. No todos los conflictos merecen ser resueltos. Algunos deben permanecer abiertos indefinidamente.

Uno de los rasgos más reveladores del documento es la externalización sistemática de los costos. La apelación a aliados “responsables” encubre una realidad brutal: aliados que financian su propia subordinación, absorben el desgaste económico y aceptan decisiones estratégicas tomadas en otro lugar. Estados Unidos conserva el control mientras traslada los costos humanos, políticos y económicos.

Lejos de cualquier repliegue, la Estrategia 2025 reafirma la centralidad del complejo militar-industrial como núcleo organizador del poder. La fusión entre Estado, capital financiero y aparato bélico no se debilita: se profundiza.

Qué estrategia revela el documento

Leída sin retórica, la Estrategia de Seguridad Nacional 2025 expone una orientación clara. Estados Unidos asume que ya no puede imponer una hegemonía estable y universal y reorganiza su acción en torno a cuatro objetivos centrales: preservar su primacía relativa, impedir la emergencia de potencias capaces de reorganizar el sistema, mantener el control de los nodos estratégicos —financieros, tecnológicos y militares— y trasladar los costos del conflicto a aliados y periferias.

El documento prioriza explícitamente la competencia estratégica permanente sobre cualquier forma de estabilización global. Abandona la idea de un mundo regido por normas compartidas y asume un escenario de confrontación prolongada, sin promesa de resolución. La guerra deja de ser un recurso excepcional y pasa a formar parte del funcionamiento ordinario del sistema internacional.

Al mismo tiempo, la estrategia se vuelve selectiva. Estados Unidos reconoce que no puede intervenir en todos los frentes ni sostener el mismo nivel de compromiso en todas las regiones. De allí la jerarquización de teatros y la aceptación de crisis prolongadas como forma normal de gestión. No se trata de resolver conflictos, sino de administrarlos.

Finalmente, el documento consolida el uso sistemático de sanciones, controles financieros y coerción económica como herramientas estructurales. Estas ya no aparecen como medidas transitorias, sino como instrumentos permanentes de dominación, destinados no solo a castigar, sino a impedir desarrollos y disciplinar comportamientos autónomos.

En conjunto, la Estrategia 2025 no propone una salida al desorden mundial, sino un modo de gobernarlo en beneficio propio. No busca la victoria definitiva, sino el bloqueo de alternativas; no promete estabilidad, sino gestión prolongada de la crisis.

La coartada ideológica y el desarme de la izquierda

En este marco, el eje autoritarismo/democracia funciona como ideología de cobertura. Se invoca cuando sirve y se descarta cuando estorba. El problema nunca es la forma del régimen, sino su posición en la jerarquía imperial. El conflicto central no es moral ni institucional, sino estructural: dominación imperial o ruptura con ella.

Esta reducción del conflicto mundial a una cartografía moral encuentra un aliado en una cierta visión de izquierda que, en nombre de la complejidad, abandona toda lectura estructural del poder. Allí donde el análisis material hablaba de imperialismo, dependencia y jerarquías globales, esta corriente introduce valores, estilos de gobierno y regímenes políticos. El resultado no es una crítica radical del orden existente, sino su traducción ética. El imperialismo ya no domina: reacciona. Ya no organiza la violencia: la justifica.

Al sustituir relaciones de fuerza por juicios morales, esta mirada desarma a la izquierda frente a la guerra, legitima alineamientos “críticos” con potencias dominantes y transforma la política internacional en un ejercicio de indignación selectiva. En un momento de crisis del sistema imperial, esta visión no funciona como alternativa, sino como ideología de acompañamiento. No cuestiona la estrategia: la moraliza.

Conclusión

La Estrategia 2025 no busca construir el futuro. Busca ganar tiempo, preservar posiciones y asegurarse de que, incluso en declive, Estados Unidos siga decidiendo quién paga la crisis y quién queda fuera del reparto. El pasaje del “rey sol” al primus inter pares no marca el fin de la dominación estadounidense, sino su adaptación defensiva: aceptar límites para preservar la primacía. En términos leninistas, no asistimos al final del imperialismo, sino a una de sus fases más contradictorias y peligrosas: aquella en la que ya no puede organizar el mundo, pero todavía puede administrar su desorden.

Epílogo – Crisis imperial y posibilidad revolucionaria

La fase actual del imperialismo estadounidense no debe ser leída únicamente como un endurecimiento reaccionario del orden mundial, sino también como un momento de fragilidad estructural. La pérdida de hegemonía plena, la imposibilidad de organizar un orden estable y la necesidad de recurrir crecientemente a la coerción son signos de fuerza residual, pero también de debilidad histórica. Un imperialismo que ya no puede gobernar el mundo como “rey sol” se ve obligado a administrar su desorden; y todo orden que solo se sostiene mediante la fuerza revela, al mismo tiempo, sus grietas.

La guerra permanente, el militarismo estructural y la normalización del estado de excepción no son expresión de una confianza renovada, sino de un sistema que ya no logra producir consenso, ni siquiera bajo formas disciplinadas de dominación económica. En este sentido, la crisis de hegemonía no es progresiva en sí misma, pero debilita las mediaciones que durante décadas aseguraron la reproducción del orden capitalista. Allí donde antes operaban reglas, hoy operan sanciones; donde antes se prometía integración, hoy se impone fragmentación; donde antes se organizaba el mundo, hoy se lo contiene por la fuerza.

Para un proyecto revolucionario, este diagnóstico no conduce ni al fatalismo ni al optimismo ingenuo. Conduce a una tarea concreta: identificar y ensanchar las grietas abiertas por la crisis imperial. La debilidad relativa del centro no garantiza la emancipación de las periferias ni la victoria de las clases subalternas, pero amplía el campo de lo posible, desordena jerarquías aparentemente naturales y expone el carácter histórico —y por lo tanto superable— del dominio capitalista.

En este contexto, la lucha contra el militarismo adquiere un sentido estratégico central. No se trata solo de oponerse a guerras particulares, sino de confrontar la transformación de la guerra en forma normal de gobierno. La economía de guerra, el gasto militar permanente y la subordinación de las necesidades sociales a la lógica de la confrontación no son desviaciones coyunturales, sino respuestas del capital a su propia crisis. Combatir el militarismo es, hoy, combatir una de las principales formas de estabilización violenta del sistema.

Al mismo tiempo, es indispensable romper con la coartada ideológica que reduce el conflicto mundial a una oposición moral entre regímenes. Esa lectura no solo oscurece las relaciones de dominación, sino que desarma políticamente a quienes deberían enfrentarlas. Reinstalar el análisis material del imperialismo, ligar guerra y acumulación, y restituir la centralidad de las relaciones de clase no es un ejercicio teórico, sino una condición para reconstruir una práctica política autónoma.

La crisis de hegemonía abre así un doble escenario. Por un lado, más violencia, más coerción y más destrucción social. Por otro, mayor inestabilidad del orden, debilitamiento de sus legitimaciones y multiplicación de contradicciones. La tarea de un marxismo revolucionario en las condiciones actuales no es gestionar ese desorden ni moralizarlo, sino intervenir en él, apostando a que la fragilidad del imperialismo puede convertirse en terreno fértil para la reorganización de fuerzas sociales antagónicas.

La historia no garantiza resultados. Pero enseña algo esencial: precisamente por eso ningún sistema entra en crisis con una salida asegurada. La cuestión decisiva no es si el imperialismo se debilita, sino si existen proyectos capaces de convertir ese debilitamiento en ruptura.