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El mito del tándem Trump–Putin

El mito del tándem Trump–Putin
Photo by Jørgen Håland / Unsplash

Pocas construcciones ideológicas han sido tan eficaces, y tan intelectualmente pobres, como la del supuesto “tándem Trump–Putin”. Esta fórmula, repetida con fervor catequístico por el liberalismo de izquierda europeo, funciona como una coartada moral para evitar pensar lo que realmente está en juego: la crisis del orden imperial occidental y la descomposición estratégica de Estados Unidos en un escenario que ya no controla. Allí donde un análisis materialista exigiría examinar la expansión de la OTAN, la sobreextensión militar norteamericana, la incapacidad europea para actuar como sujeto y la naturaleza proxy de la guerra en Ucrania, el progresismo atlántico prefiere refugiarse en un psico-drama tranquilizador donde la Historia pendería del talante autocrático de dos personajes siniestros. Es más cómodo indignarse que pensar.

La narrativa del “tándem” cumple así su función: vuelve la guerra asunto de caracteres individuales, de sombras personales, de simpatías misteriosas entre líderes fuertes, mientras el imperialismo (verdadero motor) queda cuidadosamente fuera de escena.

Es una infantilización interesada, que libera al bloque occidental de toda responsabilidad por el desastre que él mismo incubó: la militarización sin estrategia, el cerco a Rusia desde los noventa, la negativa sistemática a traducir los acuerdos de Minsk en política real (y su sabotage activo), la apuesta por transformar Ucrania en punta de lanza de un orden atlántico en franco declive. Si hoy EEUU busca desesperadamente una salida negociada, no es por ninguna habilidad de Putin ni por ninguna conspiración trumpista; es porque la estructura imperial norteamericana ha perdido capacidad de sostener todos sus frentes simultáneamente, y Europa, que ayer hablaba de autonomía estratégica, hoy no puede mover un dedo sin permiso.

El liberalismo de izquierda, siempre dispuesto a moralizar lo que no comprende, convierte entonces al trumpismo en “agente ruso”. Nada más lejos. Trump no expresa afinidad alguna con Rusia; expresa el agotamiento del proyecto imperial estadounidense, su giro aislacionista mentiroso, la fractura interna del bloque dominante (distribuido hoy entre neo-conservadores y "america first") y la intuición (correcta desde el punto de vista del capital norteamericano) de que la prioridad estratégica ya no es Ucrania sino China. Su desdén hacia Ucrania no es amistad con Rusia, sino cálculo: Estados Unidos no puede ya sostener aventuras secundarias. Pero reconocer esto implicaría admitir que el trumpismo no cae del cielo como accidente moral, sino que emerge de las fisuras del propio orden neoliberal. Y eso, claro, el liberalismo de izquierda no lo tolera. Prefiere su fábula edificante: si el mundo se desordena, la culpa es de los autoritarios, no de la decadencia de su propia hegemonía.

Quien observe la situación militar ucraniana con un mínimo de rigor, más allá de los titulares, comprende que la idea del “tándem” se desmorona sola. Que Rusia haya logrado un desequilibrio estratégico, que el gobierno de Zelensky muestre signos visibles de fractura, que Estados Unidos multiplique señales de agotamiento y urgencia negociadora, nada de esto requiere imaginar complicidades ocultas entre Trump y Putin. El desastre es plenamente made in Occident. Es el resultado lógico de un proyecto imperial que durante décadas sobrestimó su capacidad real, y que hoy descubre, demasiado tarde, que ha quemado a su peón ucraniano sin haber logrado quebrar a Moscú ni recomponer una hegemonía que se disuelve a ojos vista.

Y sin embargo, hay algo más pernicioso en esta narrativa: borra la dimensión ucraniana del conflicto. Porque sí existe una dimensión de defensa nacional —como en todo país invadido—, pero esa dimensión ha sido subsumida en una guerra por delegación donde el mando estratégico no lo ejerce Kiev sino la OTAN. El progresismo atlantista, obsesionado con Putin, elude ambas verdades: niega a Ucrania su sujeto propio y, simultáneamente, niega que ese sujeto está atrapado en maquinaria imperial ajena. El mito del “tándem” sirve para no ver ninguna de las dos cosas.

La izquierda que aspire a ser algo más que una repetidora de la propaganda de sus dominadores tiene el deber de romper con este relato infantil. El marxismo no analiza el mundo a través de la psicología de presidentes, sino de correlaciones de fuerza, estructuras imperiales y luchas de clase. Pensar la guerra exige partir de su carácter interimperial, de la crisis del liderazgo estadounidense, del reacomodo global en torno al eje chino, de la militarización europea sin estrategia y de los límites reales del proyecto nacional ucraniano bajo tutela atlántica. Todo lo demás, el supuesto “tándem Trump–Putin”, es apenas un dispositivo de obediencia ideológica, diseñado para impedir que la clase piense su posición (y la posición de sus estados) en el mundo y para mantener a la izquierda atrapada en un moralismo impotente, incapaz de formular siquiera los términos reales de la cuestión.

El desafío teórico y político es otro: salir de la moralina, volver al análisis materialista y reconstruir una posición internacionalista autónoma, en un momento donde el sistema imperial se recompone a golpes, y donde la guerra, esta guerra, anuncia el final de una época.

Sin esa ruptura, lo único que quedará es seguir recitando consignas ajenas mientras el mundo cambia sin nosotros.